viernes, 27 de febrero de 2009

Lloro (casi) sólo





Noche del viernes. San Viernes. La mayoría de la gente que conozco se preparan para salir a tomar algo, cenar con los amigos o ver una peli o serie en la televisión.

Hoy, he elegido estar sólo. Me apetece.


El violoncelo suena como música de fondo. Lo escucho muy a menudo.
Cuando quiero abrir las puertas y ventanas de mis sentidos, cuando quiero escribir, llorar o rezar me pongo esa música de violoncelo.

No me canso. Me acompaña en una melodía en la que yo también soy intérprete.
Lo que siento, escribo, rezo o lloro forma parte del mismo concierto que esa música de violoncelo de Bach.
Me convierto, durante unos instantes, en artista. Formo parte de una obra de arte que se cristaliza en mis venas, en mi estómago, en mis ojos.

Siento un escalofrío en mi espalda. Hay una lágrima que se desliza por mi cara y que no intento parar, que dejo correr, libre.
Baja lentamente (la dejo, ¡estoy sólo!) hasta que muere en los labios, en mi boca.
Me encanta el sabor amargo de las lágrimas, de mis lágrimas.
Me gusta bebérmelas, saborearlas. Quizás bajen de los ojos con la pena disuelta en su interior, como si esa sal fuese el exceso de sentimiento. Provocado por Bach, por lo que estoy escribiendo, por un sufrimiento, o pena, o recuerdo...


La música sigue escapándose de los altavoces. Es como si el violoncelo siguiese su propio lloro de notas. Tan libres, tan hermosas...
Los acordes suenan reales. Es lo único que existe ahora, aquí, conmigo.

Es como si alguien estuviera tocando a mi lado. Sólo para mí. Se oye el crujir de las cuerdas, las vibraciones...

Tiene algo este instrumento que me arranca escalofríos, gemidos, sentimientos tan encerrados, tan ocultos... Es imprevisible, inestable pero ¡tan hermoso!

Sí, llorar es hermoso. Liberarse de lo que nos excede es todo un arte. Nuestra propia congoja, un concierto de violoncelo. Y la paz, la libertad las encontramos tras las cortinas de agua que nos han inundado aunque sólo hayan sido segundos.

Y los ojos limpiados por esas lágrimas purificadoras están de nuevo listos para seguir con su ardua tarea de ver, absorber, conservar en la memoria tantas imágenes...

domingo, 15 de febrero de 2009

¿EXTRANJERO?

Destierro, lejanía, extranjero...
Añoranza, nostalgia, regreso...

Hay días en los que el regreso me obsesiona. Siento añoranza de mi propia lengua materna, necesito oir y hablar el castellano. Las cosas me parecen más sencillas en mi lengua, como más claras, más mías.

Otras veces, estoy tan feliz aquí, que hasta me olvido de la lengua que hablo.
Paso del francés al castellano con tanta naturalidad que ni me doy cuenta del idioma que utilizo. Viajo entre las dos lenguas como en un sueño.
Me dejo llevar por la suavidad de una, me arrebato con la pasión de la otra. En mi interior las lenguas desaparecen y confecciono un lenguaje propio, mezcla y, al mismo tiempo, totalmente original.


Soy consciente de que estoy entre dos culturas. Intento descubrir lo mejor y lo peor de cada una de ellas. Veo cómo, en mi carácter, las dos dejan su impronta. Cada vez soy más francés, aunque también, con el paso de los años, mi identidad de español se refuerza.

Vivo una contradicción contínua y no logro tomar nunca la decisión del regreso.
Estoy en tierra de nadie, con el corazón dividido entre los sonidos directos y algo guturales del castellano y la delicadeza, la artificialidad del francés.
Sentimientos que se mezclan en mi interior, que provocan convulsiones, explosiones a veces.
Me debato entre una, la mía, la de mi infancia, mis sueños y mis frustraciones
y la otra, la aprendida, la de mi hoy, en la que me defiendo, me analizo...

NO, no estoy en tierra de nadie. Es mi síntesis, mi realidad.


Es mi presente, ¡tan lleno! Mi vida, ¡tan mía!, sí, ¡mía!
Porque todo lo he creado yo, todo lo he elegido yo. No hay amigos de infancia. Cuando me paseo por estas calles no hay recuerdos que superen los 12 años.

Es quizás éso lo que hace que no pueda dejar ésto, mi presente, para regresar a una España, adorada, pero que se quedó allá, en el 1994.

Me doy cuenta de que he necesitado romper con todo mi pasado para construirme un presente auténticamente mío. No vivo en Francia ni en España, vivo en el universo que yo me he construido. Por supuesto basándome en mi cultura, en mis raices, en mis creencias...

Descubro que mi mundo es mucho más amplio que el país en el que vivo. Es como mi acento, inidentificable.
Al final creo que he llegado a hacer realidad mis juegos de niño. Cuando me imaginaba, dibujaba paises inexistentes, en los que todo era a mi medida. Yo era el soberano de un país en el que todo era bueno. Todo lo necesario estaba presente en esos mapas inexistentes excepto en mi imaginación.

Todos mis viajes, los paisajes impresionantes, las gentes conocidas y amadas... Vivencias de un apátrida porque mi país, lo llevo dentro de mí.

Es mi España querida, son los olores y colores de mi infancia, el olor a incienso, el verde olivo...
Es la selva -casi virgen- africana, la soledad en una cultura totalmente extraña...
Es la búsqueda, en una fría Europa central. La espiritualidad de las montañas, el encuentro con mi yo profundo.
Es la sabana africana, el polvo del Sahel, los ojos impresionantes de esos niños que me pellizcaban la piel diciendo: "kuri kuri nemdo" ("piel de cerdo") en el Burkina Faso.
Es la agonía de un desencuentro consigo mismo, el suicidio de un yo idealizado. Y el encuentro con mi propio cuerpo, mis propios deseos... el comienzo del amor.

Y la madurez, por fin, la madurez.

No me extraña que de vez en cuando sienta un cansancio mortal. Tanto recorrido, tanto buscado, encontrado, dejado...

Para darme cuenta de que es mi propio país interior el que estoy construyendo, mi propio presente, mi propia lengua, mi historia.
Foto: yo

sábado, 7 de febrero de 2009

A PESAR DE LOS PESARES


Estoy leyendo un libro de un autor al que descubrí a causa de su apellido: Michel del Castillo.
Un día, en el mercadillo de la plaza St Sernin, compré uno de sus libros.
Es un autor francés con apellido español. Nacido en España, de madre española y padre francés, poco antes de la guerra civil. Su infancia, fué todo un drama marcada por abandonos, hambre, guerras, separaciones, ausencias...

En este libro el autor cuenta la historia de la "no-relación" con su padre.
La ausencia del padre, el abandono, el rechazo, el chantaje...
La primera frase del libro es: "J'ai rendez-vous avec mon assassin. C'est mon père et il s'appelle Michel" que en castellano es "Tengo una cita con mi asesino. Es mi padre y se llama Michel".


Hoy, me he topado con una frase que me ha impactado. Es la frase con la que se cierra el capítulo en el que el hijo accede a ir a ver al padre viejo, moribundo y en la miseria.
El autor termina ese episodio imaginando la futura muerte de su tía, la que le ha cuidado, la que le ha "salvado".

La frase es : "...on s'arrange pour survivre. On s'accommode de tout" que podría traducirse como "nos las arreglamos para sobrevivir. Lo aceptamos todo".


Menos mal que tenemos esa fuerza, ese instinto de supervivencia. Porque hay momentos en la vida en los que todo parece derrumbarse, hundirse.
Menos mal que aceptamos lo irremediable, que nos aferramos a otras cosas, a otras personas para no dejarnos ir nosotros también.
Desde el niño abandonado o huérfano, pasando por los que han vivido traumas, separaciones, abandonos... en sus vidas, todos, de una manera u otra encontramos ese "algo" que nos reconcilia con la vida y que nos permite seguir soñando con un mañana lleno de luz, a pesar de los pesares...

lunes, 2 de febrero de 2009

SIN RESPUESTAS

Son las doce menos cuarto de la noche. Regreso del trabajo. Retomo mi vida privada unos minutos al teléfono, consulto los mails y pienso que me voy a ir a la cama rápidamente.
Sin embargo, hoy no tengo sueño. Me entran ganas de escribir un poco. Escribir sobre mi trabajo, algo que en general no hago aquí.


Tengo la garganta en "fuego vivo". He pasado gran parte de la tarde-noche gritándo a mis monstruos, sobre todo a uno.
Recuerdo lo que pensaba cuando iba al trabajo, en el coche. Me preguntaba si llego a "querer" a los niños con los que trabajo. Les llamo mis "monstruos" de forma cariñosa (quizás para marcar una cierta distancia indispensable). ¿Los quiero?

La verdad es que, en muchos momentos, me las hacen pasar muy mal.
No son niños "normales". Tampoco son disminuidos psíquicos. Incluso, algunos son demasiado inteligentes, más de lo que debieran porque, esa inteligencia, creo yo, les hace sufrir.
A los 14 años algunos no saben ni leer ni escribir. Han "decidido" que los aprendizajes no merecen la pena. Tienen unas dos o tres horas de clase. Otros, como Alex, el que ha acabado con mi voz y mi paciencia esta noche, consiguen ir al colegio. Creo que Alex tiene una inteligencia superior a la media. Sabe muchas cosas. Pero no sabe, no puede saber lo fundamental...


Intentar cenar con ellos (el lunes tenemos 6 para dos adultos) es ya toda una proeza. Raro es el día en que no tengo que "sacar" a alguno de la mesa y llevarlo a su habitación porque es imposible mantenerlo con los otros. Los otros...

Su violencia, el "exceso" de agitación, algo que no controlan... su "locura" les desborda.
Y vienen los gritos y el enfrentamiento con el adulto que "osa" interponerse entre su "omnipotencia" y la realidad. Otras veces es entre ellos. La "autoregulación" de diferentes insoportables.

Muchas veces soy invisible para ellos, cuando me insultan sé que no es a mí... pero al mismo tiempo tengo que hacer algo.

Sin querer substituir a los padres (impotentes ante los trastornos que presentan sus hijos) tengo que ponerle "límite" a esa agitación, esa omnipotencia, esa violencia.

¿Los quiero?

Soy un profesional, intento protejerme con un poco de distancia. De hecho, ésta es fundamental si quieres trabajar con ellos.
Paso de la indiferencia fingida a la cólera del que se siente insultado, violentado.

Soy un hombre, a secas.

Mi trabajo consiste en enseñarles a tomar consciencia del "otro", de los otros, de la sociedad.
Es como luchar por un imposible porque ellos son como un vaso que se desborda, por todas partes. No tienen límites.
Hay momentos en los que solicitan al "padre" cariñoso que puedo llegar a ser, otras veces buscan al protector, otras necesitan que sea autoritario para protegerles... de ellos mismos, de su locura.

Siempre intento acoger, aceptar ... la locura.

La locura de los inocentes porque ellos no tienen la culpa de ser lo que son, de tener los padres que tienen, de estar en el límite entre normalidad y marginalidad.

Creo que es lo que me gusta en este trabajo: nunca sabes lo que van a buscar en tí y desgraciado de tí si te dignas a buscar algo en ellos.
Eres un instrumento en sus vidas, una "cosa" con la que jugar, a la que oponerse, con la que reir también.
Y yo acepto. Mi trabajo es ser instrumento para ayudar, en la medida de lo posible, a que un día sean hombres en una sociedad que no soporta la diferencia.

Me imagino que dentro de unos años habrán desarrollado esa capacidad de adaptación, esa mentira salvadora, que les hará poder vivir en nuestra sociedad engañándonos a todos. Porque seguirán locos, sí, locos. Pero, espero, de todo corazón por ellos, que sepan engañarnos a los que nos creemos "normales".

¿Los quiero?
No hay respuesta. Soy un profesional. No hay respuesta.

Foto: yo, experimentando con la cámara (Bretaña 2008)